Si hay una palabra que se repite con insistencia alrededor de quienes portan el síndrome de Down es la palabra “amor”. El carácter cariñoso y amable —digno de ser amado— de estas personas, convierte habitualmente su entorno en un espacio impregnado de amor.
Sin embargo, el amor mal interpretado oculta tras su idílica faz, una serie de trampas de las que es preciso hacerse consciente para no caer en ellas o dejarse atrapar por su hechizo.
El niño con síndrome de Down se nos muestra como un ser débil y toda debilidad anima a la protección. Si ese carácter desvalido viene acompañado, de pequeño, de alguna enfermedad añadida que ponga en peligro su vida, aún se cierra con más intensidad el lazo del amor que le une a sus padres, en especial a la madre, y le lleva a caer en la primera de las trampas, la sobreprotección. Una cosa es protegerlos de las circunstancias hostiles a las que no sabrían enfrentarse por sí mismos y otra, muy distinta, protegerles en exceso, hasta de aquello que pueden realizar con facilidad y a lo que no se les permite enfrentarse. La sobreprotección convierte a su víctima en un ser frágil, endeble, desmadejado, una marioneta en manos de los demás y de los acontecimientos. Únicamente a través del afrontamiento directo y real con los obstáculos de la vida se puede construir una personalidad fuerte y estable.
Los niños con síndrome de Down saben utilizar también sus propias armas de niño y eluden los retos valiéndose de la ternura que provocan. El chantaje afectivo es otra de las peligrosas trampas que rodean al amor. Caer en él supone dejarse vencer por la lástima, por el cariño mal entendido y poner en manos del niño importantes decisiones en su vida que solamente un adulto exigente y afectuoso debería tomar.
La proyección de los miedos que el adulto arrastra, puede llevar a enmascarar con un barniz de amor lo que no es más que la dificultad para superar los propios traumas. No se le permite al niño correr riesgos por el temor de los padres a que le pase algo, aún a sabiendas de que esa actitud no beneficia a nadie. Al niño le perjudica porque siempre dependerá de sus padres, y a los padres porque nunca podrán liberarse de la responsabilidad del cuidado de su hijo, ni transmitírsela a otras personas cuando ellos falten.
El daño producido con la disculpa del amor, reflejado en la famosa máxima “quien bien te quiere te hará llorar” es otra de las trampas sutiles que el cariño puede ocultar. El amor no puede ir unido al dolor. Sí a la exigencia, sí a la constancia, sí a la paciencia, sí al esfuerzo, sí a la compañía permanente y atenta, pero no al dolor, al daño, al sufrimiento. Quien bien te quiere te hará reír, y reirá contigo, aunque los dos os estéis esforzando, hombro con hombro, con toda vuestra voluntad, por llegar más lejos, por alcanzar cotas cada vez más altas.
La sensiblería, el “son tan cariñosos”, el verlos como “angelitos”, el amor superficial, el cariño mal entendido, la lástima, son otras tantas maneras de deformar el amor y de privarlo de su esencia profunda. Son sentimientos opuestos al amor verdadero, a la caridad entendida en su sentido original, a la compasión que es precisamente eso, la pasión compartida, la capacidad sentir de forma conjunta lo que cualquier ser vivo siente, por el mero hecho de compartir el destino de la muerte.
Sin duda, el amor es la base de todo acto humano de verdadero calado. Pero no caigamos en el error de malinterpretarlo y de dejarnos arrastrar por los cantos de sirena de las trampas que ese amor a veces oculta. La sobreprotección, el chantaje afectivo, el velo de los propios temores, el dolor justificado en un supuesto afecto o la lástima, son disfraces que, superpuestos sobre el amor, lo deforman y transforman, por lo que hemos de estar especialmente atentos para no caer en sus engaños. El amor, por principio, no puede ser más que amor desinteresado, cuando todas las anteriores argucias encubren, de una u otra forma, algún tipo de interés personal.
Editorial Noviembre 2010
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